Países y Culturas de DLTK – Mitología griega
La historia de Ícaro
©
escrita e ilustrada por Leanne Guenther – basada en la
mitología griega
En la isla de Creta, durante la época del Rey Minos, vivía un hombre llamado Dédalo y su joven hijo Ícaro. Dédalo era solo un hombre común, excepto por un talento especial; era un inventor de magníficas y extrañas creaciones mecánicas.
Esto fue hace mucho tiempo, y en esos tiempos tan antiguos no había televisión, ni carros, ni relojes. En lugar de televisión, la gente se enteraba de las nuevas escuchando los rumores en la posada local. En lugar de carros, las personas iban de un lugar a otro caminando o si tenían riquezas, iban a caballo o en una carroza. En lugar de relojes, las personas llevaban cuenta del tiempo usando relojes solares.
Y
así, el pequeño parajito mecánico que trinaba cuando el sol salía (el que
Dédalo le dio a la princesa recién nacida para celebrar su nacimiento) se
convirtió en el tema de conversación de todos en esas tierras. El Rey
Minos se acercó a Dédalo para preguntar si podía inventar algo menos hermoso
pero más útil y Dédalo no lo defraudó. Unos meses más tarde, le
presentó los planos de un laberinto gigantesco para mantener prisionero al
monstruo mitad hombre, mitad toro conocido como Minotauro.
El Rey Minos estaba muy complacido, pero desafortunadamente era demasiado codicioso. Quería que Dédalo trabajara solo para él, así que hizo que sus guardias reales tomaran a Dédalo y a su joven hijo Ícaro y los encerraran en una cueva muy alta, por encima del mar. Las únicas entradas a la cueva eran a través del laberinto, vigiladas por los soldados del Rey (¡además del Minotauro!) y una entrada con vista al mar muy alta por un acantilado.
Dédalo
no se preocupó mucho de su encierro al principio. Cualquier cosa que
necesitaba Dédalo, el Rey Minos se la daba sin cuestionar -- comida, bebida,
herramientas de todas las formas, metales raros, pieles, pergamino y aun
velas para que pudiera trabajar hasta tarde en la noche. Dédalo vivió
feliz por muchos años, trabajando en una interminable variedad de inventos
asombrosos. Y el joven Ícaro, aunque a veces se aburría, casi siempre
estaba muy feliz ayudando a su padre y jugando con los juguetes mecánicos
que Dédalo le hacía.
Y no fue sino hasta que Ícaro se convirtió en adolescente que Dédalo se comenzó a preguntar si estar encerrado era lo mejor para su hijo. Ícaro, cansado de la cueva húmeda y fría, comenzó a quejarse de que no tenía esperanzas de tener una vida propia.
Al cumplir dieciséis años, Ícaro estalló en ira, “pero, padre, yo quiero una aventura – ¡tal vez hasta conocer a una muchacha y tener un hijo! No puedo pedirle a una esposa que venga a vivir conmigo en esta cueva solitaria sobre el mar. Odio esta cueva. Odio al Rey ¡Y te odio a tí!”
Por supuesto, Ícaro se disculpó más tarde por haber dicho tantas cosas mezquinas a su padre, pero insistió en que no podía soportar estar enjaulado en la cueva por más tiempo.
La
siguiente vez que el Rey Minos los visitó, Dédalo se le acercó nervioso, “su
majestad, seguro ha notado que Ícaro se está convirtiendo en un joven.
No puede planear mantenerlo encerrado por el resto de su vida. Por
favor, señor, permítame que me una a su Guardia Real y que ponga mi vida a
su servicio.”
El Rey levantó una ceja y miró con aire pensativo a través de la abertura de la cueva, “Debo considerar tu pedido. Ahora, por favor muéstrame de nuevo tu idea para el hombre mecánico gigante.”
El rey no tuvo que pensar mucho. Sabía que no quería dejar ir a Dédalo ni a Ícaro. Podría ser que Ícaro tuviera los talentos de su padre; después de todo, había visto y aprendido de su padre toda su vida. Bajo ninguna circunstancia quería que otro reino pusiera sus manos en las maravillas mecánicas que Dédalo había creado y que Ícaro podía reproducir algún día.
Semanas más tarde, el Rey Minos volvió a visitar a Dédalo con su respuesta, “Ícaro presta un mejor servicio a nuestro reino acompañándote aquí.”
“Pero, señor,” comenzó a decir Dédalo.
“¡Ya basta!” gritó el Rey Minos, “La decisión está tomada. No voy a discutir.”
Dédalo se volteó hacia Ícaro para explicarle que no había nada que pudiera hacerse, pero cuando vio la expresión de total decepción en el rostro de su hijo, el corazón de Dédalo se rompió y prometió que haría todo los que estuviera a su alcance para hacer feliz a su hijo nuevamente.
Pero que podría hacer…
Dédalo
se quedo mirando fijamente la entrada de la cueva con vista al mar,
observando las olas rompiéndose en las rocas y las gaviotas volando en
círculo sobre el acantilado. Era la primavera y los nidos de los
peñascos estaban llenos de huevos y de polluelos.
Ícaro caminaba al lado de su padre y dijo suavemente,
“cómo envidio a esos pajaritos, porque pronto sus alas serán fuertes y
podrán volar y alejarse de este miserable peñasco.”
Dédalo parpadeó,
y una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro. Se volteó hacia
Ícaro, con una chipa en sus ojos, “¡entonces, mi pequeño polluelo, será
mejor que empecemos a trabajar en fortalecer tus alas para que puedas irte
con los otros!”
Primero, Dédalo usó tiras de pieles y ramas finas
para hacer una escoba y una red grande, que le dio a Ícaro para que se
descolgara hacia los acantilados para barrer las plumas cerca de los nidos
de las gaviotas. Por muchos días Ícaro reunió con cuidado cada pluma
que pudo alcanzar.
Mientras que Ícaro estaba ocupado con las plumas,
Dédalo creó tubos delgados de un metal liviano que usó para formar el marco
de dos pares de alas del tamaño de un hombre. Usó tiras de cuero para
crear un arnés y poleas para permitir que quien lo usara pudiera batir e
inclinar las alas en varias direcciones. Luego tomó las plumas que
Ícaro había recolectado y usó cera de velas para comenzar a pegar las plumas
a los marcos livianos de metal.
“¿Dos marcos?” Ícaro sonrió feliz y
le dijo a su padre: “¿vas a venir conmigo?”
Dédalo agarró el hombro de su hijo y respondió, “si, hijo mío. Gracias por recordarme que de todas mis creaciones, tú eres la más importante para mí. Siento mucho que me haya tomado tanto tiempo liberarnos.”
Recolectar las plumas y pegarlas una a una a los marcos era un trabajo meticuloso, pero unas semanas más tarde, cuando los primeros polluelos de gaviotas comenzaban a dejar sus nidos, Dédalo declaró las alas completas.
El día que iban a irse, Dédalo habló con Ícaro una vez más, “ahora recuerda, hijo, debes tener cuidado cuando volemos. Si vuelas demasiado cerca del océano, tus alas se pondrán muy pesadas con el agua que salpica de las olas. Si vuelas demasiado cerca del sol, la cera se derretirá y perderás las plumas. Sigue mi trayecto de cerca y estarás a salvo.”
Ícaro
asintió y emocionado introdujo sus brazos en el arnés. Escuchó a su
padre sin prestar mucha atención, mientras le explicaba como abrir bien las
alas para atrapar las corrientes de aire y como usar las poleas para dirigir
el rumbo. Dédalo e Ícaro se abrazaron entusiasmados deseándose buena
suerte, y se aproximaron a la entrada de la cueva mirando al océano,
abrieron sus alas tanto como pudieron y saltaron, uno detrás del otro, por
encima del océano.
Como si hubiera estado esperándolo, el viento sopló las alas de Ícaro casi inmediatamente y lo elevó.
¡Oh, qué libertad! Ícaro inclinó su cabeza hacia
atrás y rió a medida que las gaviotas sorprendidas lo esquivaban y luego se
lanzaban en picada haciendo chillidos de advertencia cuando este se acercaba
demasiado a los peñascos con los nidos.
Dédalo gritó pidiéndole a su
hijo que tuviera cuidado, que dejara de jugar con los pájaros y que lo
siguiera hacia la costa de una isla en la distancia. Pero Ícaro se
estaba divirtiendo demasiado; estaba cansado de seguir siempre a su padre,
de escuchar sus sermones sin fin y estaba muy emocionado con su inesperada
libertad.
Observó a las gaviotas elevarse con las corrientes de aire muy alto por encima del mar y pensó para sí; “cuidado, bah. ¡Los pájaros no tienen cuidado, son felices – son libres! Oh, esta es una aventura tan gloriosa. El sol es tan cálido y la brisa empuja mis alas como si hasta el viento estuviera feliz de que yo esté libre finalmente. No puedo creer que me haya perdido de esto todos estos años atrapado en esa cueva fría y húmeda.” Y diciendo eso siguió a las gaviotas subiendo más y más y MÁS en el cielo.
“¡No
Ícaro! ¡Para!” gritó Dédalo, “la cera se derretirá si se calienta
demasiado. No subas tanto. ¡No subas tanto!”
Pero Ícaro estaba demasiado lejos o demasiado perdido en sus propios pensamientos felices como para escuchar las advertencias de su padre. A medida que volaba aun más alto, comenzó a sentir la cera tibia goteando por sus brazos y vio plumas que caían como copos de nieve a su alrededor. Recordó los sermones de su padre y cayó en cuenta con horror del error que había cometido. Comenzó a manejar las poleas para inclinar sus alas para descender hacia el océano pero, cuando lo hizo, vio que mas plumas caían y comenzó a perder altura más rápido de lo que hubiera deseado.
Ícaro maniobró las poleas aun más frenéticamente, y batió las alas tratando de reducir su caída pero entre más las batía, mas plumas se despegaban del marco de sus alas.
Mientras Dédalo miraba horrorizado, Ícaro caía en picada hacia el mar, batiendo frenéticamente las poleas con sus brazos. Cuando finalmente tocó el agua, no quedaba ni una pluma aun pegada.
Dédalo
aterrizó tan rápido como pudo en la playa cerca de donde Ícaro había caído
pero la única señal de su pobre hijo eran algunas plumas que flotaban en las
olas. Dédalo se desplomó en la arena, con sus manos en su rostro,
porque sabía que su hijo había muerto. Después de muchos meses, cuando
Dédalo comenzó a recuperarse de su duelo, llamó a la isla Icaria en memoria
de su hijo. Construyó un templo al dios del sol Apolo en la playa
donde aterrizó, y dentro colgó las alas que había creado, prometiendo que
nunca volvería a volar.
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